miércoles, 3 de octubre de 2012

#23

Inercia, festín de imitaciones produciendo amaneceres forzados.
Respiró hondo sin saber que sería su última bocanada. Cayó pensando en qué haría al día siguiente, sintiendo que siempre podría levantarse de sus constantes caídas. Golpe seco en el corazón, vencida mirada al instante, seguida de un calor acogedor en el pecho. La sensación de frío que el piso le daba fue disminuyendo rápidamente, como también el sonido de sus familiares llamándolo por su nombre.
Entonces soledad, la amarga oscuridad que tantas veces sintió aún en compañía, sumado a la desesperación ajena de sus seres queridos. Soledad y desesperación, último contacto.
Antes del fin, la imagen de quien amaba apareció en su cabeza. La fé parecía haber ganado la última batalla, aunque la guerra seguramente fuera para la lógica y el cuerpo desmoronado. Lentamente los cabellos de su amada comenzaron a moverse, y el brillo de sus ojos parecía un reflejo en movimiento. El instante saneado lo hacía sentir presente, aunque ella no lo mirara. Allí en ese letargo, podía sentir que la acompañaba en esa eternidad, sentirse cómplice de su sonrisa y adorarla como si él fuera el detonante. Quería acariciar su cara con todas sus fuerzas, abrazarla en llanto desproporcionado. Pero estaba atrapado en esa realidad tiesa, forjada en frágil por su pasado, hecha mil pedazos por su presente.
Dijeron que el corazón estalló. Pero él siempre pensó que ya lo había hecho tiempo atrás. Y que un hombre no muere por eso, muere por dejar de soñar. Que al “ser” y “estar” se sumó vespertino el “parecer”, antes de que el día de la vida termine y anunciando la llegada de la noche. Entonces el no “parecer” era no pertenecer, y así no podría seguir mucho más. Entendía que era una posibilidad no ver sus sueños realizados, pero que si no dejaba de soñar nunca se daría cuenta. Algo de razón tuvo, más allá de esa última pasada. Lo dejaremos descansar en paz.
La sombra de su medio perfil se iba incrementando, haciéndose evidente que la noche llegaba. Ahora ella no sonreía, y él presentía que añoraba el sol. Pronto vio una lágrima descendiendo hasta su pronunciada mejilla. Sintió el dolor más grande que jamás hubiera sentido en vida. La culpa. Se sentía culpable de haberla llevado a esa imitación, aunque no fuera cierto nada de eso, aunque era todo una imagen eterna adornada por los últimos circuitos funcionales de su cerebro. La culpa destroza la verdadera espiritualidad, en cualquier realidad. Y entonces sí, llegó su irónico fin, el definitivo. El que, dejándolo en ridículo, le mostró que su imaginación lo persiguió hasta lo último, llevándolo a la nada misma.
Amaneceres forzados, imitaciones inerciales y dualidades eternas. Ironía. Ridículo. Fin, nada, paz.